¡El periodismo ha muerto, vivan los periodistas!
Entre las cosas que se creían perimidas hace apenas unos años, estaba la legitimidad del periodismo. Su rol y su autoridad estelar. Algunos, incluso, se animaron a decretar su fin a manos de las nuevas tecnologías (proliferación de blogs, cronistas amateurs y nuevos soportes de escritura e información). Esa figura tan mitológica y moderna del periodista -que va del militante heroico al analista político y del trabajador de prensa al opinólogo tout court -, asentada fuertemente en el brillo de un nombre y en la firma como marca, parecía no resistir al tembladeral de la crisis de la representación. ¿Por qué creer en un yo que enuncia y que pone su trayectoria individual como capital de su modo de decir?
Fue entonces -insisto: hace apenas unos años- cuando los periodistas se quedaron sin saber qué decir/escribir, desconcertados ante su propia incapacidad para leer lo que pasaba en las calles, teniendo que acudir a alguna novedad rápida de las ciencias sociales para explicar, por eje